En un mundo donde cientos de arquitectos teorizan como principio y fin, Rogers ha llevado sus teorías a la práctica, las ha hecho realidad. Pionero de la reivindicación del espacio público, a Rogers le rodea un aura legendaria de la que no puede desprenderse.

By National Assembly for Wales – Flickr, CC BY 2.0.
Fuente: Wikimedia

Richard Rogers se pasea por la oficina de Giancarlo Mazzanti, su partner en Colombia, como si fuera un dios que acaba de crear una parte de la Tierra. Hasta ahora no eran más que planos y puntos de fuga que iban y venían, pero en este momento, tras meses de ideas en sus oficinas de Londres, sus ojos se encuentran por primera vez con esa creación: la minuciosa maqueta de las Torres Atrio, dos torres de 200 y 268 metros rodeadas de un enorme espacio público de 10.000 metros cuadrados en Bogotá, que llevarán puestas su firma.

Rodea la maqueta despacio, se agacha con dificultad y la revisa durante unos segundos sin decir nada. Mientras tanto, una docena de arquitectos lo contemplan y le toman fotos, como si la maqueta fuera él, el arquitecto perfecto.

Para muchos lo es: ha diseñado el icónico Centro Pompidou, ha revolucionado el concepto del espacio público creando nuevas estrategias de lo que él llama ‘ciudad concentrada’ en Londres, y de su mente han salido algunos de los edificios más emblemáticos y originales que hoy tiene el mundo, como la Terminal 4 del Aeropuerto Internacional Adolfo Suárez Madrid-Barajas, el Tribunal de Burdeos, la Asamblea Nacional de Gales -en Cardiff-, el Millennium Dome o la Cúpula del Milenio –Londres-. Tanto, que ganó el Premio Pritzker en 2007, conocido como el Nobel de la Arquitectura.

Un genio. Aunque nada de esto sería realidad de no ser porque Rogers fue un fracaso en la escuela. La dislexia que padece desde los siete años le impidió estudiar medicina, como sus padres querían, ‘por suerte para mí’. Su padre era médico, pero no le diagnosticó el problema que le impedía leer, memorizar y evitar que le llamaran estúpido en la escuela. ‘De pequeño, al ser disléxico, siempre fui un niño poco integrado. Luego, de mayor, en lugar de sufrir por ello aprendí el valor de ser distinto’.

“SIEMPRE FUI UN NIÑO POCO INTEGRADO. LUEGO, DE MAYOR, EN LUGAR DE SUFRIR APRENDÍ EL VALOR DE SER DISTINTO”.

Entró en la escuela de arquitectura por la puerta de atrás, cuenta, y cuando mostró sus destrezas, llegó a Yale. Más que la arquitectura, lo que le interesaba eran los temas sociales y políticos. Pero para llegar a ellos le parecía imprescindible el arte, la ciencia, las matemáticas. Porque en realidad, lo que Rogers anhelaba era ser un humanista.

‘Yo nací en Florencia y mi ídolo era Brunelleschi. Tenía una estampilla suya en la ventana. Además de ser artista, era escultor, matemático, arquitecto… y muchas otras cosas. Y creo que ese es el rol del arquitecto: lo primero es que ella o él, es un ciudadano. Y eso implica muchos más aspectos que ser simplemente un decorador. Alguien que en un nivel tiene que mirar las cosas pequeñas, como una regla o un lápiz y en otro nivel las cuestiones globales como el cambio climático. Y eso es lo que me excita, lo que significa para mí ser arquitecto, ¿percibes la idea? Hay que ser grande, pero sobre todo hay que jugar un rol en un mundo muy difícil’.

Ese mundo muy difícil al que se refiere, son las presiones del mercado que, dice, cada vez coartan más la libertad del arquitecto para crear sociedad. ‘Yo suelo decir que si no tenemos cuidado, vamos a ser simplemente el maquillaje de las ciudades. No nos van a dejar poner intención en los espacios que creamos y en su entorno’.

LA ARQUITECTURA DEBE ASPIRAR A ELIMINAR LA DESIGUALDAD.

Las teorías de Rogers sobre las ‘Ciudades Concentradas’ –compactadas en altos edificios y densamente pobladas– suscitan opiniones encontradas, pero no hay duda de que su forma de concebir la arquitectura como un medio para hacer política y democratizar las ciudades ha sido una de las más influyentes de nuestro tiempo. Por eso, siempre ha estado más preocupado por la sostenibilidad que por la estética, sin descuidar esta última. Del high-tech que tanta fama le dio, apenas quiere hablar. Es ya una etapa superada.

‘En Inglaterra, una de las naciones más pobladas de Europa,- el puesto 52 del mundo- el 90 por ciento de la población vive en las ciudades, pero muchos de nuestros centros urbanos no son sostenibles. En todas las ciudades hay zonas abandonadas, barrios vacíos o barriadas muy humildes que destruyen el sentido de comunidad. Para mí, la crisis que tenemos es por la pérdida de la aspiración a la igualdad; hay tremendas apariencias de riqueza, de exclusividad, y hay mucha gente que siente que no está siendo tratada de forma justa. Nosotros tenemos que entender por qué no estamos tratando a la gente de forma justa, y ajustar la construcción de la ciudad a eso’.

¿Cómo puede ayudar la arquitectura?

‘Haciendo feliz a la gente. Te estoy dando una respuesta simple, pero en el fondo es eso. Tú eres agradable, eliges ir lindo, y quieres que el entorno también lo sea. No es tan difícil. La complejidad viene en la democratización del espacio; lo que nosotros hacemos es buscar ideas para eso’.

En su libro, ‘Ciudades para un pequeño planeta’, defiende que parte de la solución se encuentra en los espacios públicos. Por ejemplo, los pasos que conducen a la sede del Canal 4, en Londres; el estrecho pasaje que recorre todo el edificio Lloyd y el pequeño cementerio delante de la Torre, también en Londres; la estrecha vereda alrededor de la Asamblea Nacional de Gales o la plaza enfrente de los Tribunales de Justicia de Burdeos, demuestran cómo la responsabilidad del arquitecto se extiende más allá del diseño de un simple edificio.

Durante años, este arquitecto socialista fue el urbanista de Tony Blair, junto a quien buscó recuperar Londres para los londinenses y sacar a los británicos de pubs para que disfrutaran de la calle.

¿Cuál es el mayor desafío para lograrlo?

Crear edificios adaptables. Sí, creo que es lo más importante: la flexibilidad, la indeterminación, la adaptabilidad y la capacidad de que algo pueda ir adentro o afuera del edificio, dan lugar a otro tipo de interacciones entre la gente. La estructura de los edificios establece la escala, la forma y el ritmo del entorno arquitectónico, en el que el cambio y la improvisación pueden tener lugar. Es como algunos tipos de jazz, en los que uno puede improvisar una melodía, es con lo que yo lo comparo. Y es lo que la gente necesita.

UN LORD EN BICICLETA

En 1996 su nombre completo pasó a ser Lord Rogers of Riverside. Desde entonces, y a sus 83 años, no ha dejado de ir al Parlamento en bicicleta –’te da tiempo para pensar y te permite tomar el pulso a los lugares’ – con esas originales camisas de colores naranja o verde, y cuello Mao, como la que lleva hoy, y que le han hecho merecedor del título de ‘uno de los hombres mejor vestidos de Gran Bretaña’, según la revista GQ. Rogers ríe cuando se le pregunta por ese ‘otro’ título. ‘Me encanta el color. Mi madre también lo amaba. Nunca pude entender por qué la gente se viste tanto de negro, por qué no azul, o verde… Los colores son maravillosos’.

Al igual que los colores que viste, Rogers ha escogido siempre con quién trabajar. Para él, ‘la arquitectura trata de las relaciones, es un trabajo de equipo, y eso es un imperativo’. Por eso también cuenta que aunque tuvo tutores de la talla de Paul Rudolph, Serge Chermayeff, Vincent Scully o Peter Smithson, su mayor aprendizaje siempre vino de la mano del trabajo de compañeros como Renzo Piano -junto a quien hizo el Centro Pompidou durante seis años 1971 a 1977-, Norman Foster -con quien inició el Team 4, junto a las entonces esposas de ambos- y John Young, por mencionar algunos.

Ahora, junto a sus socios Graham Stirk e Ivan Harbour, desarrolla varios proyectos alrededor del mundo, desde Sidney, hasta una de las torres del nuevo World Trade Center de Nueva York.